jueves, 31 de enero de 2008

Cuento sobre Shanghai (3ª y última parte)


Tras un apacible sueño de 9 ó 10 horas, me levanto y me ducho, mientras espero que Mar también se levante. Afortunadamente para mí, no tarda mucho en hacerlo. El plan de hoy es ir a Xintian di (tierra del nuevo día), donde hay un restaurante que los domingos prepara un delicioso brunch.

Tratándose de comida, muchos franceses se apuntan al plan, a pesar de la incesante lluvia. El lugar está lleno de gente, pero tenemos suerte y una mesa se va en ese momento. Yo me había hecho a la idea de comer el típico brunch inglés: judías, salchichas, huevos, bacon; pero la carta es mucho más completa y me decido por el Breakfast Burrito. ¿He dicho desayuno? Bueno, ya son más de las 2... y mi plato se compone de dos burritos rellenos de salchicha, verdura, salsa algo picante, patatas caseras, etc.: una comida de domingo mejicano en toda regla.
Después, Mar me enseña la zona, que también está construida para occidentales: bares, restaurantes, panaderías extranjeras y un largo etcétera de locales caros (siempre comparando con los precios chinos)... Como ya se hace la hora de volver y tengo q recoger mis cosas de casa de Mar antes de ir a la estación, cogemos un taxi. Pero como llueve, nos cuesta nuestro trabajo encontrar uno libre.

"Al partir, un beso y un croissant...", que es lo que me llevo al despedirme de Mar. Mi GPS incorporado calcula de nuevo la ruta de vuelta a la estación de trenes de Shanghai. La sorpresa no me la llevo con las máquinas expendedoras esta vez; sino con la muchedumbre refugiada en los túneles de la estación de metro cercana a la de tren. Si realmente existe la memoria histórica que se transmite genéticamente, puedo decir que la escena me recuerda al éxodo bíblico, cuando los judíos huían de Egipto. Intento hacer fotos, pero un océano agitado me conduce a la salida sin darme opción a parar, y todas fotos salen borrosas. Por si no fuera bastante desgracia, los pobres chinos, cargados y cargados con sacos, son expulados del túnel por la polícia. Fuera llovía sin parar.

Para entrar a la estación de Shanghai, más colas, sólo los pasajeros cuyos trenes salgan en las dos próximas horas pueden entrar. Yo ya voy justo de tiempo. En la sala de espera, una mujer y su hijo pequeño se mueven a escondidas, de rodillas y haciendo sonar las monedas de un yuan que lleva la madre en la mano. No entiendo nada hasta que veo que un chino le da un par de monedas a aquella mujer arrodillada, escudada tras un niño de no más de tres años. ¿Ha pagado un billete de tren sólo para entrar y pedir limosna?
Al subir al vagón, un niño y su padre me bloquean el paso, se apartan y les doy las gracias en chino. El niño dice que hablo muy bien chino, pero el padre le dice que sólo he dicho gracias. Entonces, me giro, los miro y les digo que también los entiendo, a lo que el hombre baja la cabeza y me pide perdón. Esta vez me acompañan de vuelta a Beijing una pareja de ancianos y un hombre de negocios. Antes de nada, me aseguro de bajar la calefacción. La mujer mayor parece bastante enferma y, por lo que veo y entiendo, le duele mucho el pecho y se queja suspirando constantemente. Desde mi litera de arriba, veo como su marido se acerca y la coge de la mano mientras ella intenta dormir. Al fijarme más, veo que está haciéndole una especie de masaje en la palma apretando sobre su centro. Pienso que es una imagen enternecedora, pero se rompe en mil pedacitos cuando la mujer comienza a roncar y tengo que poner el MP3 a tope para conseguir dormirme. Por si fuera poco, el hombre de negocios que duerme en la litera superior de mi lado y que lleva unos pantalanos de lana por debajo de los pantalones normales más unos calzoncillos largos, conecta su ordenador portátil y comienza a escribir. ¿Cuánta batería tienen ahora los portátiles? Eso no se apagaba nunca.
Y Blancanieves, antes de dejar su reino, me obsequia con una manzana envenenada en forma de retraso de una hora. Aún así, el lunes 28 nos despiertan temprano, como si el tren llegara puntual. Al ver que yo estoy listo para bajar, la anciana me dice que no llegaremos hasta dentro de una hora más.

Y como es lunes, día de limpieza, decido no irme a dormir ya que pronto vendrían a despertarme. Y no vienen. Vale, tampoco me echo la siesta, porque seguro que me despiertan. Pues no, no aparecen hasta las 6...
Al menos, en Beijing luce el sol. Cenicienta está contenta.


Mar, muchas gracias por tu hospitalidad. Te espero en Beijing.

miércoles, 30 de enero de 2008

Cuento sobre Shanghai (2ª parte)

¿Dónde había dejado yo el cuento? ¡Ah sí, en la comida! Es importante tener el estómago lleno para continuar el viaje en tierras de Blancanieves...


Al salir del restaurante, más aguanieve y más frío, pero con valentía nos acercamos hasta el Bund, el centro turístico de Shanghai. Los edificios de la zona son de estilo neoyorquino y muchos ahora se han convertido en consulados y oficinas internacionales. Este distrito está en el lado oeste del río Huangpu y, desde él, se pueden disfrutar de las vistas de Pudong, el famoso skyline de Shanghai, con la torre Jinmao de fondo. O al menos eso dice la guía, porque apenas se ve algo con la niebla y las nubes que envuelven la ciudad.


Ya más tarde, Mar me lleva a bailar swing. No, no os equivoquéis, el Príncipe sólo llega al vals (y ya me cuesta ser yo quien lleve a la chica), pero el grupo de swing de Mar celebraba el sábado su último baile antes de vacaciones, y no se lo podía perder. Es realmente divertido e interesante ver cómo asiáticos, europeos y americanos unen sus pasos al ritmo de Louis Amstrong. El swing es un baile muy teatral y con cierto grado de improvisación, no hay nada marcado, la imaginación y la originalidad son los maestros. Mar me da unas cuantas lecciones, siempre sentado (no es plan de hacer el ridículo entre profesionales). Tengo un montón de vídeos que ya os enseñaré, pero, sin duda, me quedo con las caras de payaso del profesor de baile.


Luego vamos al Barbarrosa, un restaurante-bar de estilo árabe en medio de un lago de la Plaza Renmin. Como es un restaurante para occidentales, es bastante caro (teniendo en cuenta los precios chinos), pero se come de fábula y la decoración es muy sugerente: las velas son la única iluminación de la sala. Sebastian y Jennifer, que habían cambiado el baile de swing por una siesta, se unen a la velada. Yo disfruto de unos buenos spaghetti a la boloñesa y, en el postre, de un "apple crumble", un postre de manzana que no probaba desde mi Erasmus en Sheffield. Mar pide otro al probar el mío. De nuevo, despistamos a los camareros, que no nos combran el segundo "apple crumble".

Y llegó la hora en que Blancanieves es despertada por el Príncipe de la Luz, y sale de fiesta. Los cuatro ponemos rumbo al Park 97, donde hay un concierto. Mar conoce al batería del grupo y está muy ilusionada por verlos actuar. El local está bastante lleno, y la mayoría de sofás cercanos al escenario reservados. La camarera nos va echando de unos a otros, hasta que nos dice que nuestra única opción es ir a la barra o sentarnos en los sofás detrás del bar, o sea, sin vistas al grupo, con consumición mínima de 80 euros. Pero el Hada Madrina se aparece en ese momento en forma de director del bar, un francés amigo de Sebastian, que nos coloca en una mesa preferente y nos obsequia con una bandeja de frutas. Para beber, un cocktail sin alcohol: en ausencia del usual cocktail Cinderella (Cenicienta, hecho a base de zumos), me cojo un Virgin Colada (con coco), pero me traen un Virgin Mary (con zumo de tomate), que pido que me cambien. Sí, hay cosas que continúan igual...cenicientas y vírgenes.


Supongo que el grupo no lo hace mal del todo, aunque yo estoy demasiado cansado para salir a bailar, me conformo con tararear las canciones que conozco. Mar desaparece entre el mar de bailarines que ocupan los pasillos entre los sofás. Mientras tanto, van llegando a nuestro sofá amigos de amigos de amigos que conocen al amigo de un amigo que tocaba en ese momento en aquel bar o en un concierto anterior de otro grupo, también amigos de Mar. En menos de media hora he conocido a más de 20 franceses (y de alguna otra nacionalidad) que me preguntan que quién soy y que qué hago allí.

A la una, mi reloj biológico comienza a gritarme que quiere dormir... Mar se lo está pasando bien con todos sus amigos reunidos, algo que sólo pasa cuando nieva en Shanghai. Al final, Sebastian y ella me acompañan a casa y me dejan durmiendo, como a un bebé, para volver después a la fiesta. En el camino, el aguanieve se ha transformado en verdadera nieve y la ciudad comienza a cubrirse de blanco...


Para el último día, Blancanieves me reservaba alguna de sus manzanas...

martes, 29 de enero de 2008

Cuento sobre Shanghai (1ª parte)


Érase una vez una Cenicienta llamada Beijing, gris como la ceniza, sucia, polvorienta, pero que deseaba que todos la admiraran en el Gran Baile de los Juegos Olímpicos. Sin embargo, sólo un milagro, o su Hada Madrina, podían hacer que el Príncipe Extranjero se enamorara de ella. Esperemos que el frágil zapato de cristal que calza no se rompa antes de que suenen las campanadas del 8 de agosto de 2008.

Y érase una vez una Blancanieves llamada Shanghai, blanca como la inusual nieve que cayó el pasado fin de semana. Frente a sus altas torres y rascacielos, cualquiera se siente un enanito del bosque. En el espejo de la modernidad, Shanghai es, sin duda, la más bella del Reino. Sin embargo, la manzana envenenada de la malvada Reina Riqueza la ha sumido en un insulso y aburrido sueño de Occidente. Sólo cuando cae la noche y el Príncipe de la Luz ilumina su cara, Shanghai despierta de su sueño y se convierte en el alma de la fiesta del Reino del Gran Dragón.

Como siempre hay un cuento que contar, este es el de Shanghai:

El viernes 25 de enero salgo de Beijing con destino a Shanghai. Las salas de espera de la estación de trenes están abarrotadas y el desorden parece reinar por doquier. Me espera un viaje de casi 12 horas en tren. Por suerte, tengo billetes de litera blanda y podré dormir durante la noche. Cada compartimento tiene cuatro literas, con colchón no duro (sería exagerado llamarlo blando), una mesita, jarra de agua caliente, cepillo de dientes para el viaje, un jarrón con flores (de plástico, creo), cortinas de puntilla y zapatillas. Mis compañeros de viaje son una madre y su hijo más que adolescente y algo sordo (su madre le repite las cosas más de tres veces antes de sentirse aludido), viciado a los penosos juegos del móvil, y una chica a la que sólo le oigo la voz cuando recibe una llamada en el móvil. Como mi "ni hao" no da mucho más de si, ceno algo, leo un rato y me voy a dormir. En medio del frío chino, aquel tren se convierte en un lugar de veraneo improvisado, pues el sudor no tarda en hacer acto de presencia.

El sábado 26 llego a la estación de Shanghai a las 7 de la mañana, según lo previsto. Una lluvia que no veía desde finales del verano me da la bienvenida a la gran ciudad. Con las instrucciones de Mar, una amiga que hice el año pasado en la Escuela Oficial de Idiomas, mi guía y anfitriona en Shanghai, me arriesgo con el metro shanghainés. Tengo que hacer cola en la taquilla para comprar el billete de metro, algo más caro que el de Beijing, ya que las máquinas expendedoras sólo aceptan monedas. ¿Quién tiene monedas de un yuan? Pues, sólo los shanghaineses.

Llego a casa de Mar sin problemas, guiado por mi GPS incorporado de serie, aunque algo mojado por la bienvenida del tiempo. Quedo impresionado con la gran casa que ha alquilado mi amiga: un salón-comedor enorme, dos dormitorios con camas de matrimonio, cocina amplia pero sin encimera útil, baño con ducha de columna y una terraza con vistas a la carretera. Los muebles parecen nuevos, el parquet muy cuidado, los electrodomésticos funcionan y un calefactor enorme calienta. Además, tiene una especie de recepción a la que puede llamar para que le traigan agua o le pidan un taxi. Un lujo que desgraciadamente también paga...


El amigo francés de Mar, Sebas, llega acompañado de su primar Jennifer, que también está pasando unas semanas en Shanghai. Nos traen el desayuno, croissants, como no... Después, vamos a ver el Yu Yuan, donde hay unos jardines de diseño Ming preciosos. La lluvia comienza a helarse y ya cae aguanieve, mis calcetines se empapan de la emoción y mis pies lloran congelados. Los jardines poseen rincones maravillosos y supongo que en primavera deben de estar vestidos por un manto de coloridas flores. El bazar que rodea la zona, aunque atractivo a la vista, es mucho más joven que yo y recuerda a un decorado de Port Aventura. Los vendedores salen a la caza y captura del turista al grito de "look-a-look-a!"


Shanghai no es demasiado grande en comparación con Beijing, y coger un taxi entre cuatro sale muy rentable, ya que para la mayoría de distancias sueles pagar entre 15 y 20 yuanes (1,5-2 euros) a dividir entre los pasajeros. Antes de seguir con la visita turística, reponemos energías en un restaurante de la calle Nanjing Lu, donde se encuentra el reino del consumismo y los caros palacios de las grandes marcas. En el restaurante, pagas la cuenta antes de comer. De acuerdo. ¿Pero qué pasa si se olvidan de un plato (tanto de cobrártelo como de servírtelo). Pues nada, lo pides de nuevo y no te lo cobran. La espera merece la pena.

Por hoy, dejo aquí el cuento. Pero no os perdáis la próxima entrega, donde la lluviosa Blancanieves despierta para acudir a los múltiples bailes del Reino y llenar de luz y color el corazón de unos turistas desconsolados por la ausencia de monumentos.

viernes, 25 de enero de 2008

Cuento del Lago Helado

Ayer, aprovechando el sol que lucía, salí a dar un paseo por un parque de aquí cerca, tan sólo a 5 o 6 paradas en autobús, o sea unos veinte minutos de viaje. Sabía que en esta época del año, no iba a encontrar mucha vegetación ni flores ni pajaritos cantando, pero me topé con excavadoras, obreros, zanjas, polvo, paneles metálicos, etc. ¡Menuda decepción! Además, pagué 20 céntimos para entrar en este parque en obras. Los chinos son unos expertos timadores...
Pero hice algo que no había hecho jamás en la vida: ¡caminé sobre las aguas! Bueno, digamos que atravesé un lago helado, mientras otros aprovechaban para patinar. Afortunadamente, no resbalé y llegué sano y salvo a la otra orilla. No todas las aventuras pueden ser tan interesantes como el cuento sobre Hong Kong.

Por cierto, dentro de un par de horas cojo el tren para ir a Shanghai a pasar el fin de semana con una amiga de Barcelona que vive allí. Así podré traer nuevos cuentos al blog. Estaré de vuelta el lunes o el martes, depende de si puedo cambiar los billetes para quedarme algún día más.


jueves, 24 de enero de 2008

Cuento sobre Hong Kong (4º y último día)

¿A qué hora suena el despertador? ¡Pues no! Ya me había aprendido la lección, y lo puse directamente para las 9 de la mañana, que se hicieron las 9.30, claro está. Hoy Luis y yo nos separábamos. Él necesitaba ir a recoger el ordenador que había comprado y mirar cámaras digitales y móviles... un día pesado de compras. Así que yo decidí irme solo a la isla de Lantau y ver lo más característico del lugar. Después de pedirle al encargado del hostal (no le volvimos a ver el pelo a Betty Chang) que si podíamos dejar allí las maletas hasta que saliera nuestro ferry hacia Shenzhen, el hombre me soltó una batería de preguntas acerca de mi vida, que sólo me faltaba el foco de luz apuntándome para ser un completo interrogatorio: ¿Qué estudias? ¿Por qué? ¿Quién lo paga? ¿Luego trabajarás para el gobierno? ¿Sabes leer chino? A ver, lee esto. ¿Te gustan las chinas o las occidentales? ¿Y dónde vas ahora? ¿Y cómo vas? Salí del hostal atontado y sin ganas de volver a hablar en un par de horas, lo cual se cumplió, porque no acostumbro a hablar solo en los viajes.
La isla de Lantau está conectada por metro, aunque el billete ida-vuelta cuesta más de 4 euros y hay casi 45 minutos de viaje desde el centro de la isla de Hong Kong. Pero valía la pena. Llegué al pueblo de Tung Chung, desde el que se puede coger un autobús o el teleférico hasta donde yo quería ir. Obviamente, opté por el teleférico porque proporciona las mejores vistas, aunque se tarda media hora y puede hacerse algo aburrido sin compañía. Desde que estoy en China, el teleférico se ha convertido en un medio de transporte más.
El teleférico me llevó hasta la meseta de Ngong Ping, a 500 metros sobre el nivel del mar, donde se encuentra un pequeño pueblo de mentira al más puro estilo Port Aventura. Todo son tiendas, restaurantes y atracciones para turistas, nada que valga la pena comentar. Mi objetivo realmente era la estatua del Buda de Tian Tan, la mayor estatua del mundo de Buda sedente de bronce al aire libre, a la que se accede después de subir 260 escalones...y sin teleférico ni escalera mecánica...

Cerca del Buda, se encuentra el Camino de la Sabiduría que representa el "Corazón Sutra", una teoría muy interesante y difícil de entender, que te abre las puertas al entendimiento del mundo. Pero otro día os la cuento. Este camino consiste en una serie de pilares de madera con las inscripciones-mandamientos de esta teoría, dispuestos de tal manera que forman el signo de infinito (un 8 tumbado).

Frente al Buda, visité el monasterio de Po Lin, que se asemeja mucho al resto de templos que ya he visitado por China, así que no me causó un gran impacto, con perdón de Buda.



La vuelta fue una carrera contrarreloj y, finalmente, llegué media hora tarde a mi cita con Luis, que me esperaba con las maletas, listo para coger un taxi hasta el muelle. De nuevo, los mismos trámites de inmigración, una encuesta de si me había gustado Hong Kong, y en una hora ya estábamos pisando suelo realmente chino. ¿Y por qué digo chino, si Hong Kong y Macao también son chinos? Pues porque nada más salir del puerto en Shenzhen, nos recibieron con escupitajos y, al haber perdido el autobús hacia el aeropuerto por cambiar dinero antes, los taxistas se nos rifaban. Se negaban a poner el taxímetro y querían cobrarnos 5 euros por el trayecto, cuando un policía nos dijo que no podía costarnos más de 2 euros. Ya volvían a querer timarnos. De nuevo, la defensa alta y desconfianza hacia todos y todo lo que no tenga un precio bien estipulado. Como no somos tontos (el Camino de la Sabiduría había surtido efecto), dijimos que "naranjas de la China" y esperamos durante 40 minutos el siguiente autobús GRATUITO sentaditos en los escalones del puerto.

Como no había comido desde el desayuno y ya eran las 6 de la tarde, me lancé a por un sandwich en el aeropuerto: grave error, porque no valía lo que costaba. Así que esperé con ansia la comida del avión... y aún sigo esperando. Que quede claro: a las 10 de la mañana sirven una auténtica comida con pollo, tallarines y arroz; y a las 8 de la tarde sirven una merienda con dos bizcochitos y gelatina de piña. ¡No entiendo nada! Una de las azafatas se sorprendió cuando le pedí un vaso de Coca-cola en chino, y ya empezó con las preguntas. No sé por qué le dio por preguntar si en mi universidad se estudiaba francés, y que estaba muy interesada por el idioma. Y yo pensaba: "¿y a mí qué? ¿Me has visto cara de saber francés?" Pero me quedé en un simple "no sé" y una sonrisa, que siempre queda bien.

Y ya os conté cómo acababa el cuento en Beijing, con 9 grados bajo cero. El camino de vuelta en taxi fue muy tranquilo para mí, ya que me adormilé mientras Luis no paraba de hablar con el taxista: ¿Tienes hijos? ¿Qué estudian? ¿Qué temperatura hace fuera? ¿Cuántos kilómetros tiene el 5º anillo? Empiezo a pensar que Luis es un chino disfrazado y con acento granadino. El Gran Dragón nunca duerme y manda a sus espías...

miércoles, 23 de enero de 2008

Cuento sobre Macao (3r. día)

De nuevo el despertador suena a las 8 de la mañana, pero no nos levantamos hasta las 9... ¿Pereza? ¡No! Sólo más cansancio acumulado, supongo...

Nuestro destino hoy es la antigua colonia portuguesa de Macao, otra región administrativa independiente de China, como Hong Kong. Por este motivo, debemos pasar otra vez por los trámites de inmigración: primero, salida de Hong Kong y, luego, cola de media hora para entrar en Macao (y mismo proceso a la inversa cuando regresamos a Hong Kong). En Macao, la temperatura era al menos 8 grados inferior a la de Hong Kong y hacía mucho más frío (6ºC más o menos), así que no apetecía mucho estar en la calle; además, estaba muy nublado y lloviznaba.

Nos dan la bienvenida decenas de lujosos hoteles y casinos, uno de los rasgos distintivos de Macao. Como ya se nos había hecho tarde, optamos por comer algo rápido. ¡Sí, lo habéis adivinado! Esta vez tocaba Burger King. Mmmm, sabor portugués... Después, nos dirigimos hacia la iglesia de San Pablo, o mejor dicho, lo que queda de ella, o sea la fachada. Situada en lo alto de una colina, posee unas magníficas vistas sobre el centro de la ciudad, pero realmente no tiene mucho más interés.


Al este de esta fachada, encontramos la Fortaleza do Monte, un cuartel diseñado para resistir un largo sitio, aunque la historia nos cuenta que sus cañones sólo se dispararon en una ocasión, durante una frustrada invasión holandesa en 1622. En un día más caluroso y soleado hubiera apetecido pasear más por este castillo, pero tras una vuelta rápida, pusimos rumbo al centro de la ciudad.

No puedo decir que Macao me entusiasmara demasiado, pero debo reconocer que tiene rincones encantadores, como plazas importadas directamente desde Lisboa y cementerios pintorescos. ¡Cómo me acordé de Juanjo, cuando se empeñó en meternos en un cementerio en Edimburgo para hacer fotos!

Sin embargo, esta ciudad no pudo retenernos más de 5 horas y navegamos de vuelta a Hong Kong para aprovechar la tarde de compras. No por mí, que ya tenía bastante con mi cámara digital, sino por Luis, que esta vez iba a la caza de un ordenador portátil. Cenamos en un Pizza Hut, que no es comida rápida, ya que fuera de España los Pizza Hut son restaurantes bastante caros y no tienen nada que envidiar a los restaurantes de lujo.

El momento más sorprendente lo viví cuando ya volvíamos al hostal, al ver una fila de chinos haciendo cola perfectamente, uno detrás de otro a lo largo de más de 10 metros, para subir al autobús, una lección de civismo que cualquier ciudad europea o estadounidense envidiaría. Definitivamente, Hong Kong no es China, donde las colas son un sueño del que sólo se despiertan los días 11 de cada mes.


¡Atención al número cuatro en números romanos del reloj del Museo de Macao y a una de las esculturas que pueblan la ciudad! En algunos cuentos las esculturas cobran vida; en éste, no sé a qué se dedicaría tan bella dama...

martes, 22 de enero de 2008

Cuento sobre Hong Kong (2º día)

El despertador suena a las 8 de la mañana, pero no nos levantamos hasta las 9: demasiado cansancio acumulado. Después de ducharnos y desayunar donuts, nos dirigimos al Parque Victoria, donde está prohibido fumar, al igual que en muchas otras calles y avenidas de la ciudad. Más que de un parque al estilo pequinés, se trata de unos jardines muy bien cuidados con un camino especial para hacer footing, máquinas de gimnasio (también existen en Pequín) abarrotadas de ancianos, campo de criquet o polo, pistas de tenis, piscinas, un pequeño lago artificial y varias plazas donde practicar taichi o bailes de abanicos... Mi compañero Luis entabló conversación con una simpática abuela y su nieta, que nos comentaron las ventajas y el sueldo que cobraríamos si nos mudáramos a Hong Kong, sólo trabajando como profesor de inglés. El canto de los pájaros nos impedía oírlas con claridad, pero era mucho dinero...
Salimos del parque y nos dirigimos al templo de Tin Hau, uno de los más antiguos de la ciudad. No existe mucha diferencia con los de Pequín, pero encontramos a muchas personas haciendo ofrendas para el Año Nuevo. Estas ofrendas consistían, sobre todo, en patos asados y frutas. El olor a incienso se hace algo insoportable, ya que quema colgado del techo, frente a los altares y en cualquier rincón del templo.




En el centro, visitamos el edificio del Bank of China, uno de los más emblemáticos de Hong Kong, por su peculiar forma, y la catedral de St. John, de estilo colonial y que contrasta con los rascacielos a su alrededor.










Desde allí, tomamos el Peak Tram, un tranvía que nos llevó al pico Victoria (552m). El tranvía viene a ser una especie de cremallera, ya que tiene que subir una montaña con una pendiente de 45 grados más o menos. Durante el viaje, ves como muchos de los rascacielos van quedando por debajo de ti, hasta que llegas a la cima, donde -¿cómo no?- hay un complejo turístico con decenas de tiendas, souvenirs, restaurantes y una terraza para contemplar las vistas de la bahía de Hong Kong. Como el día estaba nublado no se veía el paisaje con claridad; pero dicen que de noche las vistas son espectaculares por la iluminación. También pasamos por una tienda de vídeojuegos, donde habían puesto más de veinte vídeoconsolas para probar los nuevos juegos gratuitamente.

Al bajar de la montaña, un español que nos oyó -o mejor dicho, me oyó hablando solo para el vídeo que grababa- se acercó a curiosear sobre nuestras vidas. ¡Lo que puede unir la lengua cuando estás fuera de tu país! Visitamos otra zona comercial y una calle de antigüedades rápidamente, ya que luego habíamos quedado con un amigo hongkonés de Luis. Sammy, así se llamaba el chico, nos llevó a un restaurante y pidió comida hongkonesa, que a mí me supo a comida china normal, aunque el chocolate caliente del Starbucks que me había bebido media hora antes no ayudó a que probara tan deliciosos manjares...

Antes de volver al hostal, pasamos por Temple Street, una calle sin fin al puro estilo de mercadillo gitano, con videntes y puestos de consoladores y demás artículos sexuales incluidos. El lugar perfecto para comprar bolsos, relojes y productos electrónicos falsos.

Con un día así, poco nos costó conciliar el sueño, aunque durmiéramos sobre la cama de Pulgarcito. Y aquella noche soñé que me había convertido en dios y los chinos me adoraban...

domingo, 20 de enero de 2008

Cuento sobre Hong Kong (1r. día)

Faltaban un par de horas para que amaneciera y la temperatura se mantenía bajo cero; entonces, Luis y yo salimos de la residencia hacia el aeropuerto. Cogimos un taxi en la puerta, cuyo conductor dormía apaciblemente y a punto estuvo de no llevarnos... Pero el aeropuerto está lejos, y se iba a ganar casi un centenar de yuanes. Fue rápido y, al ser de noche aún, sustituyó los molestos pitidos por las luces largas para apartar de su camino a los vehículos más lentos. Además, nos amenizó el viaje con una serenata o maullidos desafinados.

Desayunamos en el aeropuerto y poco antes de las 8 de la mañana embarcamos. Sin embargo, estuvimos casi una hora parados en el avión, que obviamente se retrasó en el despegue. En este tiempo, me adormilé y cuando desperté, aún en la pista, el avión estaba todo mojado y lleno de espuma. ¿Tenían que limpiarlo antes de salir?

Tras tres horas de vuelo, donde nos sirvieron la comida a las 10 de la mañana!!, aterrizamos en el aeropuerto de Shenzhen. Decidimos coger el ferry que hay junto al aeropuerto para hacer nuestra entrada triunfal en Hong Kong. Menos mal que Luis no tiene vergüenza alguna y prefiere preguntar antes de mirar un mapa, a diferencia de otros que sólo nos fiamos de nuestra orientación, y muy pronto llegamos al puerto. Volví a sentir la brisa del mar y el olor marino, aunque el agua estaba algo turbia. Noté de nuevo el mecer de las olas al viajar en barco. ¡Qué agradable sensación!

¡Y por fin Hong Kong! Los trámites de salida de China y entrada en Hong Kong nos retrasaron un poco, pero los controles de inmigración son así. Cogimos un taxi para llegar a la casa de huéspedes, y Luis, el gran conversador, empezó a hablar con el taxista medio en inglés medio en mandarín, pese a que los hongkoneses tienen menos idea de este idioma que nosotros mismos. El simpático conductor nos llevó hasta la puerta del hostal. Otra vez empezaba a albergar dentro de mí la sensación de seguridad y confianza del mundo occidental, donde no intentan timarte por las esquinas.

La propietaria del diminuto hostal (7 habitaciones), una mujer mayor llamada Betty Chang, nos recibió muy amablemente y hablando un inglés más que aceptable. Eso sí, se paga por adelantado: 31 euros la noche por una habitación doble con baño. No está mal teniendo en cuenta que estábamos muy bien situados. La habitación era totalmente rosa: cortinas, sábanas, edredón, azulejos... y las pequeñas camas no bastaban para el metro noventa de Luis, cuyos pies asomaban por fuera del colchón. Teníamos una mini tele y un cuarto de baño tan grande como un armario. Ni decir tengo que nos duchábamos sentados en el váter, mojando el lavabo y encharcando el suelo. Sin embargo, era un lugar muy limpio, nos cambiaban las toallas cada día y nos hacían las camas. Era realmente acogedor.

Después de instalarnos, salimos a comer algo...una hamburguesa del McDonald's. Subimos en tranvía para ir al centro y ver los rascacielos más emblemáticos de la ciudad. La temperatura era fresca, unos 14 grados, pero un paraíso en comparación con Beijing. Pasamos esa tarde mirando tiendas y finalmente me compré una moderna cámara digital verde pistacho de Sony. Me costó alrededor de 260 euros, cuando en España está a 314 euros (precio FNAC). Como tenía problemas con la visa, tuve que ir a sacar dinero, y el dependiente me escoltó hasta el banco y me llevó de vuelta a su tienda, no me fuera a escapar.


Al anochecer, nos acercamos hasta la bahía para contemplar las vistas. Todo era luz y color, los edificios estaban iluminados por centenares de focos y lásers. Al volver al hostal, cogimos el metro. Se veían muchos occidentales, alguno incluso saludó a Luis, sin conocerlo de nada. Lo gracioso vino cuando una chica medio americana se puso a hablar con nosotros...tanta simpatía resultaba extraña... En efecto, era una misionera de la orden de Jesús y los Santos Inmortales (o algo así), que muy cortésmente nos invitó a acudir a alguna misa y le entregó una tarjeta a Luis. ¡Qué buen ojo el suyo! Cuando me preguntó si iba a misa, le negué con la cabeza, a lo que respondió con un "¿qué diría tu madre?". Opté por callarme, pues mi madre no le daría la razón en la vida...

Ya en nuestra habitación, programamos el día siguiente y nos fuimos a dormir. Dulces sueños y hasta mañana.